domingo, 15 de julio de 2018

AVENIDA BELGRANO


-¡NUNCA MÁS HAGAS ESO!, si cruzás y se te cae algo, seguís caminando, cuando el semáforo esté a tu favor podés volver a la calle y levantarlo-. Me sentí niño nuevamente recordando las palabras de mi viejo, aquella vez que el muñeco de Batman resbaló de mis manos y sin dudarlo frené para rescatarlo del malón de autos que se acercaba.
Esta vez, ya con veinte años, cruzaba Avenida Belgrano, iba apurado como la mayoría de la gente que camina un jueves al mediodía por la Capital Federal. La mañana había sido agitada y tenía las manos ocupadas con papeles de títulos aburridos.

Lo más motivante del día había sido ir al Estudio Jurídico Correa. Cada vez que entraba, ella me daba la bienvenida detrás de la recepción, una morocha de rulos en rebelión que me volvía loco. Me hablaba totalmente antipática, parecía de un eterno mal humor, y eso lejos de espantarme, me atrapaba. Sin embargo ese día me había hablado peor que de costumbre, decidí que la próxima vez que la viera debería ser seco, desinteresado y responderle con la misma moneda.
Quizás así, le resulte un poco más interesante y algún día logre un acercamiento.

Salí del estudio despistado, iba como quien dice En la mía, con la seriedad en el ceño pero concentrado en la remera primaveral que esa recepcionista lucía tan bien. Por otro lado internamente jugaba a cruzar pisando las rayas blancas de la senda peatonal, un TOC que me hace contar las columnas de luz que guían a los peatones en el asfalto gris.
Para llegar a la primera línea siempre tengo que pegar un saltito desde la vereda porque está lejos del cordón. Pasé las primeras cinco mientras los autos hacían fila al costado aguardando su señal verde. Cruzaba por esa esquina a diario y sabía que eran catorce los largos rectángulos que me separaban de la vereda del frente. 

La sexta columna estaba despintada y mi talón piso parte del fondo oscuro, lo que resulta terrible en esta pequeña obsesión, con esta tragedia en la séptima terminé pisando mal y se me torció el tobillo, logré estabilizarme sin caer pero los papeles terminaron todos desparramados por la avenida. Atiné por reflejos a agacharme y levantarlos, -¡Nunca más hagas eso!...- sonaba el recuerdo en mi cabeza.
El semáforo dio la señal de largada y los bocinazos no se hicieron esperar. -...Si se te cae algo, seguís caminando...-      Quedaron la mitad de los documentos por el suelo, los gritos de chóferes sin paciencia me apuntaron a la cabeza y decidí cruzar rápido, dejar pasar los autos y después volver. Caminando observé de reojo que la carpeta del Estudio Correa quedó a mitad de calle.

Llegué al otro lado. Mi dolor de responsabilidad se acrecentaba a cada auto que pisoteaba con sanguinaria indiscreción mis papeles en la avenida, algunas hojas volaron por los aires y otras las veía destruirse sin salvación. -¡Me van a echar de mi trabajo!- pensé -¿cómo puedo explicar que perdí documentos aburridos, pero importantes, por ir contando columnas de sendas peatonales por el mundo?-.      

Mientras esperaba, sentí que nunca un semáforo tardó tanto en volver al rojo. Con paso permitido regresé rápidamente a rescatar los pocos papeles que seguían vivos y levanté la carpeta, las hojas tenían marcas de ruedas y estaban atrofiadas.

Llegué a mi oficina. Mi jefe observó detenidamente los documentos y alardeó sobre su poder -¡Debería echarte! - dijo -Ahora vas de vuelta a ese estudio jurídico y pedís que te den una copia de todo.-
Iba a verla por segunda vez en un día, el accidente y el reto de mi jefe cobraron otro significado, era la oportunidad de iniciar la nueva estrategia.

Toqué timbre en el estudio esperando escuchar su voz por el parlante del portero pero extrañamente habló una voz vieja -¿Quién es?- y abrió la puerta. Era la abogada González, le comenté mi altercado y tímidamente pregunté por la recepcionista, de quien no sabía el nombre, y respondió –Ah, ¿Amanda? salió a hacer trámites, vas a tener que venir mañana para que ella te entregue copia de los papeles-.

Salí como un perdedor, no tenía los documentos y no pude terminar la tarde viendo a la mujer que le devolvería sentido a mi día.
Y una vez más, me encontré con Avenida Belgrano. Cabeza gacha pegué el saltito y comencé a cruzar sumando -Una columna, dos…-, levanté la mirada y para mi sorpresa venía cruzando ella, Amanda. Atónito quedé estático unos milisegundos, no sabía qué hacer, no quería saludarla, debía empezar mi estrategia, demostrar altura y desinterés por su maltrato.

Agaché la cabeza y seguí contando, tres, cuatro, -¡Nunca más hagas eso!...- los recuerdos volvían, levante la mirada y la observé otra vez, estaba hermosa, elegante y quedé sin respiro cuando entendí que sus pasos eran certeros como los míos. Sí, la recepcionista también tenía un TOC.

Miré admirado sus pies con efecto interno de Slow Motion y mi mundo se derrumbó, su Trastorno,  a diferencia del mío, consistía en NO pisar las líneas blancas. De esta manera nuestros caminos no se cruzarían jamás y quedé triste al comprender que ella no me correspondía. ¿Cómo podía proyectar  con alguien que pisa de lleno el asfalto sin pisar los rectángulos de luz? ¿Cómo cruzaríamos juntos cualquier calle si nuestros pasos eran esquivos?

Retomé el paso siguiendo la suma - cinco, seis, siete…- ahí la crucé, chocamos miradas y me sonrió como nunca lo hizo, había deseado eso desde que la vi por primera vez. Entonces, la miré con decepción, mostrando indiferencia, con desinterés, pero no por una estrategia de conquista sino por convicción, esa persona no tenía nada que ver conmigo.  

Walterio…

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