-¡NUNCA
MÁS HAGAS ESO!, si cruzás y se te cae algo, seguís caminando, cuando el
semáforo esté a tu favor podés volver a la calle y levantarlo-. Me sentí niño nuevamente recordando las
palabras de mi viejo, aquella vez que el muñeco de Batman resbaló de mis manos
y sin dudarlo frené para rescatarlo del malón de autos que se acercaba.
Esta vez, ya con veinte años, cruzaba
Avenida Belgrano, iba apurado como la mayoría de la gente que camina un jueves
al mediodía por la Capital Federal. La mañana había sido agitada y tenía las
manos ocupadas con papeles de títulos aburridos.
Lo más motivante del día había sido ir al
Estudio Jurídico Correa. Cada vez que entraba, ella me daba la bienvenida
detrás de la recepción, una morocha de rulos en rebelión que me volvía loco. Me
hablaba totalmente antipática, parecía de un eterno mal humor, y eso lejos de
espantarme, me atrapaba. Sin embargo ese día me había hablado peor que de
costumbre, decidí que la próxima vez que la viera debería ser seco,
desinteresado y responderle con la misma moneda.
Quizás así, le resulte un poco más
interesante y algún día logre un acercamiento.
Salí del estudio despistado, iba como
quien dice En la mía, con la seriedad
en el ceño pero concentrado en la remera primaveral que esa recepcionista lucía
tan bien. Por otro lado internamente jugaba a cruzar pisando las rayas blancas
de la senda peatonal, un TOC que me hace contar las columnas de luz que guían a
los peatones en el asfalto gris.
Para llegar a la primera línea siempre tengo
que pegar un saltito desde la vereda porque está lejos del cordón. Pasé las
primeras cinco mientras los autos hacían fila al costado aguardando su señal
verde. Cruzaba por esa esquina a diario y sabía que eran catorce los largos
rectángulos que me separaban de la vereda del frente.
La sexta columna estaba despintada y mi
talón piso parte del fondo oscuro, lo que resulta terrible en esta pequeña
obsesión, con esta tragedia en la séptima terminé pisando mal y se me torció el
tobillo, logré estabilizarme sin caer pero los papeles terminaron todos
desparramados por la avenida. Atiné por reflejos a agacharme y levantarlos, -¡Nunca más hagas eso!...- sonaba el
recuerdo en mi cabeza.
El semáforo dio la señal de largada y los
bocinazos no se hicieron esperar. -...Si se
te cae algo, seguís caminando...- Quedaron
la mitad de los documentos por el suelo, los gritos de chóferes sin paciencia
me apuntaron a la cabeza y decidí cruzar rápido, dejar pasar los autos y
después volver. Caminando observé de reojo que la carpeta del Estudio Correa quedó
a mitad de calle.
Llegué al otro lado. Mi dolor de
responsabilidad se acrecentaba a cada auto que pisoteaba con sanguinaria
indiscreción mis papeles en la avenida, algunas hojas volaron por los aires y
otras las veía destruirse sin salvación. -¡Me
van a echar de mi trabajo!- pensé -¿cómo
puedo explicar que perdí documentos aburridos, pero importantes, por ir
contando columnas de sendas peatonales por el mundo?-.
Mientras esperaba, sentí que nunca un semáforo
tardó tanto en volver al rojo. Con paso permitido regresé rápidamente a
rescatar los pocos papeles que seguían vivos y levanté la carpeta, las hojas tenían
marcas de ruedas y estaban atrofiadas.
Llegué a mi oficina. Mi jefe observó
detenidamente los documentos y alardeó sobre su poder -¡Debería echarte! - dijo -Ahora vas de
vuelta a ese estudio jurídico y pedís que te den una copia de todo.-
Iba a verla
por segunda vez en un día, el accidente y el reto de mi jefe cobraron otro
significado, era la oportunidad de iniciar la nueva estrategia.
Toqué timbre
en el estudio esperando escuchar su voz por el parlante del portero pero
extrañamente habló una voz vieja -¿Quién
es?- y abrió la puerta. Era la abogada González, le comenté mi altercado y
tímidamente pregunté por la recepcionista, de quien no sabía el nombre, y respondió
–Ah, ¿Amanda? salió a hacer trámites, vas
a tener que venir mañana para que ella te entregue copia de los papeles-.
Salí como un
perdedor, no tenía los documentos y no pude terminar la tarde viendo a la mujer
que le devolvería sentido a mi día.
Y una vez
más, me encontré con Avenida Belgrano. Cabeza gacha pegué el saltito y comencé
a cruzar sumando -Una columna, dos…-,
levanté la mirada y para mi sorpresa venía cruzando ella, Amanda. Atónito quedé
estático unos milisegundos, no sabía qué hacer, no quería saludarla, debía empezar
mi estrategia, demostrar altura y desinterés por su maltrato.
Agaché la
cabeza y seguí contando, tres, cuatro, -¡Nunca
más hagas eso!...- los recuerdos volvían, levante la mirada y la observé
otra vez, estaba hermosa, elegante y quedé sin respiro cuando entendí que sus
pasos eran certeros como los míos. Sí, la recepcionista también tenía un TOC.
Miré
admirado sus pies con efecto interno de Slow Motion y mi mundo se derrumbó, su
Trastorno, a diferencia del mío, consistía
en NO pisar las líneas blancas. De
esta manera nuestros caminos no se cruzarían jamás y quedé triste al comprender
que ella no me correspondía. ¿Cómo podía proyectar con alguien que pisa de lleno el asfalto sin
pisar los rectángulos de luz? ¿Cómo cruzaríamos juntos cualquier calle si
nuestros pasos eran esquivos?
Retomé el
paso siguiendo la suma - cinco, seis,
siete…- ahí la crucé, chocamos miradas y me sonrió como nunca lo hizo, había
deseado eso desde que la vi por primera vez. Entonces, la miré con decepción, mostrando
indiferencia, con desinterés, pero no por una estrategia de conquista sino por
convicción, esa persona no tenía nada que ver conmigo.
Walterio…