Fue una invasión que no pudimos detener.
La casa entera estaba usurpada y nuestros cuerpos picaban de solo ver el mundo
que se armaba a nuestro alrededor. El viento y los 30 grados de calor armaron
el clima perfecto para la masacre en el 5to piso de la calle Espinosa. Eran
muchos, estaban sobre la televisión, volaban sobre el foco del living,
veneraban la luz de la cocina y otros nos tapaban las pantallas de los
celulares.
Clara preparaba una tarta mientras yo
intentaban espantarlos. Primero comenzaron como leves molestias de verano,
luego empezaron a regalar picaduras pequeñas que hacían de nuestras palmas un
arma de guerra y toda la situación se fue de control cuando algunos comenzaron
a comernos las carnes. Sí, al correr los
minutos estos bichos comenzaron a mutar, desarrollaron dientes, colmillos
filosos que amenazaban con matarnos y quedarse con nuestra casa.
Venían desde el exterior y decidimos
cerrar las ventanas para lanzar dentro del ambiente el insecticida. Intentamos
así matarlos pero era demasiado tarde, el veneno parecía alimentarlos y
hacerlos más fuertes y más grandes. Eran de esos bichitos que veneran la luz,
de los cuales nunca supe el nombre, esos que parecen mosquitos pero más petisos
y gordos. Estaban por el living, la cocina, el cuarto, toda la casa. Las
paredes blancas se minaron de todos ellos y en un momento nuestro alrededor se
pintó en grises por sus presencias. Nos desesperamos por intentar combatirlos
pero no sabíamos cómo. El aire se hizo cada vez más espeso como se espesa el
ambiente de un subte en hora pico.
La luz era su dios, se multiplicaban, el
insecticida era un chiste mal contado y nuestros golpes a la nada poco podían
hacer ante el imperio que se formaba.
¡Mirá eso!, me dijo Clara señalando la
lámpara de la cocina. Y nos envolvimos en terror cuando descubrimos que los
bichos comenzaron a evolucionar. Del costado del foco asomó uno de estos primos
del mosquito pero con un tamaño semejante al de una paloma. Salimos rápidamente
asustados y cerramos con llave la puerta de la cocina replegándonos al living.
Desde el sillón nuestro gato Bob comenzó a alterarse y sus maullidos eran cada
vez más intensos. Perdía territorio y movía sus patitas queriendo atrapar
bichitos, se comía algunos y se quejaba de la picadura de otros. En su afán de
cazador logró ponerse a otros muchos en su contra y comenzaron a picarlo de a
cientos.
La situación era inmanejable y nos preguntábamos
con mi mujer qué debíamos hacer, nunca habíamos vivido algo parecido. Ella
empezó a llorar, yo también quería hacerlo pero esa estúpida demostración de
hombría me lo impedía. ¿Qué hacemos? Gritó y yo estaba atónito sin responder ni
poder resolver. Pensamos en pedir ayuda a los vecinos. Nos acercamos a la
puerta de salida para ver si los del departamento B sabrían ayudarnos. Al momento
de girar el picaporte escuchamos gritos en el exterior, reconocí la voz de
Miriam, la vecina de al lado. Abrí rápido la puerta y la vimos en el piso,
gritando desesperada, sus brazos extendidos y sus uñas aferradas al suelo
queriendo escapar mientras de la cintura para abajo un enorme mutante mosco se
la estaba comiendo, la sangre brotaba en destellos y nuestros rostros quedaron
pálidos ante tremenda escena. Cerramos rápido la puerta y nos abrazamos fuerte,
la mirada de la vecina pidiendo ayuda quedó en mi retina grabada como esas
sombras fuertes de un sol de enero.
Nuestra casa seguía perdiendo territorio
y no teníamos donde ir, entonces agarré el teléfono para llamar a la policía. Mi
mujer me agarró fuerte del brazo, estábamos parados al lado del televisor y del
otro lado del tubo la contestadora me informó que todos los operadores estaban
con la línea ocupada. El llamado fallido pareció descorcharnos los oídos y nos
percatamos que en el exterior las sirenas adornaban los sonidos en las calles. Se
escuchaba una orquesta de policía, bomberos y de ambulancias acelerando por el
barrio. Entendimos en ese momento que la ciudad toda estaba sufriendo la
invasión.
Los bichitos pequeños nos seguían picando
y uno gigante ya se había apoderado de la cocina. Bob maullaba y seguía
luchando con miles. Desde abajo de la mesa un mutante inmenso nos sorprendió y saltó
directo al sillón para el ataque. El gato sacó sus garras, mostró sus colmillos
pero no tuvo chances, el bicho lo tomó del cuello y lo mató en el acto. Yo tomé
la escoba como única arma letal que encontré a mí alcance y nos quedamos
parados en el centro del living mientras veíamos como el monstruo se comía a
nuestro felino. Mi esposa lloraba cada vez más fuerte por perder a Bob de
manera tan trágica, y se armó para la batalla con un velador. Nos pusimos
espalda con espalda como en película de Tarantino y nos cuidábamos la
retaguardia.
El bicho se relamía en el sillón y yo no
le quitaba los ojos de encima. Era asqueroso, sus alas eran cortas y su rostro
como Alien, su boca pegajosa y mostraba unos dientes puntiagudos. Terminó de
comer y nos empezó a observar mientras hacía un sonido de animal feroz que se
prepara para atacar nuevamente. Estábamos muertos de miedo y sin salida.
¡Cuidado! Me grita Clara y observo por el
techo otros tres bichos con tamaño de perros caniche que se acercan a paso
sigiloso. Uno lideraba y los otros dos lo seguían por detrás como fieles gregarios.
Nos medían, yo puse a la flaca por detrás de mí y con la escoba en la mano les
apunté directo, amenazante y en posición de defensa. Yo vigilo estos tres, vos
mira bien al del sillón, le dije.
El mutante solitario disfrutaba la escena
como en primera fila y el líder del trío me miró directo a los ojos, puso gesto
de vaquero del lejano oeste, replegó las patas y sin dudarlo se arrojó a
nosotros. Llegué a golpearlo con la escoba como bate de baseball e impactó
contra la biblioteca. Sin respiro, el segundo también saltó y se prendió con
sus patas ásperas y astillosas de mi brazo. Sacudí fuertemente el codo y cayó a
un costado. En el descuido de ese segundo golpe, fue que el tercero se abalanzó
libre contra mi esposa, ella se cubrió y el mutante se prendió de sus ropas por
la espalda, luchó con el velador pero sin poder quitarlo. El símil caniche sacó
sus colmillos y la mordió. Pude ver en slow motion como su cara monstruosa
disfrutaba la mordida y lanzaba una baba roja y espumosa por los costados de
los colmillos. Reaccioné rápidamente y en un movimiento de espadachín medieval
le di con la escoba para desprenderlo. El bicho quedó tonto en el suelo al
costado del sillón. Había golpeado a los tres, estaban groguis pero ninguno había
muerto.
Clara sangraba a través de sus prendas
desgarradas. ¿Cómo estás, mi amor? Le pregunté. Me duele muchísimo.
Con la espalda sangrando se sentó en el
suelo y me acomodé a su lado. Con el brazo izquierdo la sostuve y con el
derecho sostenía mi escoba en posición de combate. Los insectos mutantes se
recuperaron muy rápido y en alianza con el del sillón ahora estaban los cuatro
hijos de la luz rodeándonos. Se pusieron en hilera y caminaban en círculos.
Sacudía mi espada de palo y los mantenía alejados. No quiero morir así, dijo mi
mujer. No vamos a morir así, le respondí. Y como una idea enviada del cielo
lanzó su ocurrencia salvadora. ¡Apaguemos la luz!, Gritó desesperadamente, aman
la luz, las lámparas, todo lo que brille, la luz es su Dios. Si la apagamos se
van a ir, o por lo menos los alejaremos un poco.
La idea era lógica y esperanzadora.
Estábamos tirados en el suelo y observé el interruptor en la pared que se
encontraba a un metro de distancia. Seguía agitando mi espada para mantenerlos
lejos mientras analizaba cómo llegar a bajar el switch para apagar la luz. Caí
en la cuenta que podía alcanzarlo con la misma escoba. El movimiento debía ser
rápido. Distraer a los bichos y apuntar directo a la tecla. Le dije a Clara que
se quede en el suelo, me envalentoné y me puse de pie. Los caniches de luz
movían las patitas y en un impulso llegué a pegarle con la escoba a uno y un
patadón a otro. Estiré el brazo y con el palo de escoba golpeé el interruptor.
Quedamos totalmente a oscuras y escuché como los monstros escapaban. Funcionó,
pensé triunfante.
Me agaché al instante para socorrer a
Clara y para mí gran sorpresa no estaba en el suelo. ¡Clara!, Grité y movía mis
brazos para encontrarla en la oscuridad. ¿Dónde estás? Y no respondía. Los
bichos parecían haber desaparecido y tuve terror que se hayan llevado a mi
mujer. Prender la luz no era una opción, llamaría nuevamente a los mutantes. ¡Clara!
¿Dónde estás?. Caminaba ciego y con los brazos al frente. Hasta que escuché un
fuerte gruñido y un dolor intenso de mordida me atrapó el antebrazo. Me sacudí
y empecé a dar vueltas por el living tirando todo a mi alrededor pero los colmillos
no me soltaban. Me acerqué al interruptor y decidí prender la luz nuevamente, apreté
la tecla y ahí estaba Clara, prendida de mi brazo, con colmillos monstruosos y
baba pegajosa cayendo por los costados. ¡Clara! Grité y un mareo repentino me
hizo caer. No sé cuánto tiempo habré estado inconsciente pero el primer
recuerdo que tengo, es despertar y estar aleteando alrededor de la lámpara de
la cocina.
WALTERIO SOSA
04/06/2019
04/06/2019