miércoles, 5 de junio de 2019

INVASIÓN MUTANTE DE LOS BICHITOS DEL DIOS LUZ


Fue una invasión que no pudimos detener. La casa entera estaba usurpada y nuestros cuerpos picaban de solo ver el mundo que se armaba a nuestro alrededor. El viento y los 30 grados de calor armaron el clima perfecto para la masacre en el 5to piso de la calle Espinosa. Eran muchos, estaban sobre la televisión, volaban sobre el foco del living, veneraban la luz de la cocina y otros nos tapaban las pantallas de los celulares.

Clara preparaba una tarta mientras yo intentaban espantarlos. Primero comenzaron como leves molestias de verano, luego empezaron a regalar picaduras pequeñas que hacían de nuestras palmas un arma de guerra y toda la situación se fue de control cuando algunos comenzaron a comernos las carnes.  Sí, al correr los minutos estos bichos comenzaron a mutar, desarrollaron dientes, colmillos filosos que amenazaban con matarnos y quedarse con nuestra casa.
Venían desde el exterior y decidimos cerrar las ventanas para lanzar dentro del ambiente el insecticida. Intentamos así matarlos pero era demasiado tarde, el veneno parecía alimentarlos y hacerlos más fuertes y más grandes. Eran de esos bichitos que veneran la luz, de los cuales nunca supe el nombre, esos que parecen mosquitos pero más petisos y gordos. Estaban por el living, la cocina, el cuarto, toda la casa. Las paredes blancas se minaron de todos ellos y en un momento nuestro alrededor se pintó en grises por sus presencias. Nos desesperamos por intentar combatirlos pero no sabíamos cómo. El aire se hizo cada vez más espeso como se espesa el ambiente de un subte en hora pico.

La luz era su dios, se multiplicaban, el insecticida era un chiste mal contado y nuestros golpes a la nada poco podían hacer ante el imperio que se formaba.

¡Mirá eso!, me dijo Clara señalando la lámpara de la cocina. Y nos envolvimos en terror cuando descubrimos que los bichos comenzaron a evolucionar. Del costado del foco asomó uno de estos primos del mosquito pero con un tamaño semejante al de una paloma. Salimos rápidamente asustados y cerramos con llave la puerta de la cocina replegándonos al living. Desde el sillón nuestro gato Bob comenzó a alterarse y sus maullidos eran cada vez más intensos. Perdía territorio y movía sus patitas queriendo atrapar bichitos, se comía algunos y se quejaba de la picadura de otros. En su afán de cazador logró ponerse a otros muchos en su contra y comenzaron a picarlo de a cientos.

La situación era inmanejable y nos preguntábamos con mi mujer qué debíamos hacer, nunca habíamos vivido algo parecido. Ella empezó a llorar, yo también quería hacerlo pero esa estúpida demostración de hombría me lo impedía. ¿Qué hacemos? Gritó y yo estaba atónito sin responder ni poder resolver. Pensamos en pedir ayuda a los vecinos. Nos acercamos a la puerta de salida para ver si los del departamento B sabrían ayudarnos. Al momento de girar el picaporte escuchamos gritos en el exterior, reconocí la voz de Miriam, la vecina de al lado. Abrí rápido la puerta y la vimos en el piso, gritando desesperada, sus brazos extendidos y sus uñas aferradas al suelo queriendo escapar mientras de la cintura para abajo un enorme mutante mosco se la estaba comiendo, la sangre brotaba en destellos y nuestros rostros quedaron pálidos ante tremenda escena. Cerramos rápido la puerta y nos abrazamos fuerte, la mirada de la vecina pidiendo ayuda quedó en mi retina grabada como esas sombras fuertes de un sol de enero.

Nuestra casa seguía perdiendo territorio y no teníamos donde ir, entonces agarré el teléfono para llamar a la policía. Mi mujer me agarró fuerte del brazo, estábamos parados al lado del televisor y del otro lado del tubo la contestadora me informó que todos los operadores estaban con la línea ocupada. El llamado fallido pareció descorcharnos los oídos y nos percatamos que en el exterior las sirenas adornaban los sonidos en las calles. Se escuchaba una orquesta de policía, bomberos y de ambulancias acelerando por el barrio. Entendimos en ese momento que la ciudad toda estaba sufriendo la invasión.

Los bichitos pequeños nos seguían picando y uno gigante ya se había apoderado de la cocina. Bob maullaba y seguía luchando con miles. Desde abajo de la mesa un mutante inmenso nos sorprendió y saltó directo al sillón para el ataque. El gato sacó sus garras, mostró sus colmillos pero no tuvo chances, el bicho lo tomó del cuello y lo mató en el acto. Yo tomé la escoba como única arma letal que encontré a mí alcance y nos quedamos parados en el centro del living mientras veíamos como el monstruo se comía a nuestro felino. Mi esposa lloraba cada vez más fuerte por perder a Bob de manera tan trágica, y se armó para la batalla con un velador. Nos pusimos espalda con espalda como en película de Tarantino y nos cuidábamos la retaguardia.

El bicho se relamía en el sillón y yo no le quitaba los ojos de encima. Era asqueroso, sus alas eran cortas y su rostro como Alien, su boca pegajosa y mostraba unos dientes puntiagudos. Terminó de comer y nos empezó a observar mientras hacía un sonido de animal feroz que se prepara para atacar nuevamente. Estábamos muertos de miedo y sin salida.

¡Cuidado! Me grita Clara y observo por el techo otros tres bichos con tamaño de perros caniche que se acercan a paso sigiloso. Uno lideraba y los otros dos lo seguían por detrás como fieles gregarios. Nos medían, yo puse a la flaca por detrás de mí y con la escoba en la mano les apunté directo, amenazante y en posición de defensa. Yo vigilo estos tres, vos mira bien al del sillón, le dije.

El mutante solitario disfrutaba la escena como en primera fila y el líder del trío me miró directo a los ojos, puso gesto de vaquero del lejano oeste, replegó las patas y sin dudarlo se arrojó a nosotros. Llegué a golpearlo con la escoba como bate de baseball e impactó contra la biblioteca. Sin respiro, el segundo también saltó y se prendió con sus patas ásperas y astillosas de mi brazo. Sacudí fuertemente el codo y cayó a un costado. En el descuido de ese segundo golpe, fue que el tercero se abalanzó libre contra mi esposa, ella se cubrió y el mutante se prendió de sus ropas por la espalda, luchó con el velador pero sin poder quitarlo. El símil caniche sacó sus colmillos y la mordió. Pude ver en slow motion como su cara monstruosa disfrutaba la mordida y lanzaba una baba roja y espumosa por los costados de los colmillos. Reaccioné rápidamente y en un movimiento de espadachín medieval le di con la escoba para desprenderlo. El bicho quedó tonto en el suelo al costado del sillón. Había golpeado a los tres, estaban groguis pero ninguno había muerto.

Clara sangraba a través de sus prendas desgarradas. ¿Cómo estás, mi amor? Le pregunté. Me duele muchísimo.
Con la espalda sangrando se sentó en el suelo y me acomodé a su lado. Con el brazo izquierdo la sostuve y con el derecho sostenía mi escoba en posición de combate. Los insectos mutantes se recuperaron muy rápido y en alianza con el del sillón ahora estaban los cuatro hijos de la luz rodeándonos. Se pusieron en hilera y caminaban en círculos. Sacudía mi espada de palo y los mantenía alejados. No quiero morir así, dijo mi mujer. No vamos a morir así, le respondí. Y como una idea enviada del cielo lanzó su ocurrencia salvadora. ¡Apaguemos la luz!, Gritó desesperadamente, aman la luz, las lámparas, todo lo que brille, la luz es su Dios. Si la apagamos se van a ir, o por lo menos los alejaremos un poco.

La idea era lógica y esperanzadora. Estábamos tirados en el suelo y observé el interruptor en la pared que se encontraba a un metro de distancia. Seguía agitando mi espada para mantenerlos lejos mientras analizaba cómo llegar a bajar el switch para apagar la luz. Caí en la cuenta que podía alcanzarlo con la misma escoba. El movimiento debía ser rápido. Distraer a los bichos y apuntar directo a la tecla. Le dije a Clara que se quede en el suelo, me envalentoné y me puse de pie. Los caniches de luz movían las patitas y en un impulso llegué a pegarle con la escoba a uno y un patadón a otro. Estiré el brazo y con el palo de escoba golpeé el interruptor. Quedamos totalmente a oscuras y escuché como los monstros escapaban. Funcionó, pensé triunfante.

Me agaché al instante para socorrer a Clara y para mí gran sorpresa no estaba en el suelo. ¡Clara!, Grité y movía mis brazos para encontrarla en la oscuridad. ¿Dónde estás? Y no respondía. Los bichos parecían haber desaparecido y tuve terror que se hayan llevado a mi mujer. Prender la luz no era una opción, llamaría nuevamente a los mutantes. ¡Clara! ¿Dónde estás?. Caminaba ciego y con los brazos al frente. Hasta que escuché un fuerte gruñido y un dolor intenso de mordida me atrapó el antebrazo. Me sacudí y empecé a dar vueltas por el living tirando todo a mi alrededor pero los colmillos no me soltaban. Me acerqué al interruptor y decidí prender la luz nuevamente, apreté la tecla y ahí estaba Clara, prendida de mi brazo, con colmillos monstruosos y baba pegajosa cayendo por los costados. ¡Clara! Grité y un mareo repentino me hizo caer. No sé cuánto tiempo habré estado inconsciente pero el primer recuerdo que tengo, es despertar y estar aleteando alrededor de la lámpara de la cocina.        

WALTERIO SOSA
04/06/2019




lunes, 20 de mayo de 2019

Linfoma de Hodgkin, que buena banda (El día que me enteré que tenía Cáncer)

((Hace meses no actualizaba el BLOG y he aquí la razón, lo dejé olvidado por un tiempo pero nunca dejé de escribir. Y ahora quiero Compartir mi historia. Hoy 20-05-19 por suerte estoy recién curado y todo es felicidad, pero les comparto lo que escribí en los primeros momentos de conocer mi situación. Espero que les deje algo.))

10/12/2018
Linfoma de Hodgkin, que buena banda
(El día que me enteré que tenía Cáncer)

Me debatí internamente entre diversos títulos para este escrito, relato, o comunicado o catarsis, como quieran llamarlo. 
Barajé títulos como, -Eso que siempre le pasa a los demás- o -Doctor, este papel está mal-, como también pensé titularlo directamente con un llano: 
-La puta madre, TENGO CÁNCER-.

Entre tanto debate interno sobre el título de uno de los disparadores más difíciles de mi vida, elegí situarme en ese primer momento, esos minutos donde todo era incertidumbre y miedos por descubrir. Esos segundos donde no tenía ni la más puta idea de lo que significaba el diagnóstico, un diagnóstico que solo aparentaba una conjunción de esas palabras raras que suelen decir los doctores.
Cuando leí -Linfoma de Hodgkin-, lo primero, primerísimo que vino a mí cabeza fue -Que buen nombre para una banda de rock-, me preguntaba cómo no se le había ocurrido al pelado llamar a su banda: "El Indio Solari y los Linfomas de Hodgkin" o "Patricio Hodgkin y los linfocitos de Ricota". Claro está, que este era mi método de defensa para esquivar un diagnóstico que en realidad no sonaba para nada amistoso.

Esto ocurrió cuatro días después de mi cumpleaños número 30, el 05 de diciembre de 2018. Había llegado al centro de patología en bicicleta. Al darme el sobre la recepcionista quiso coquetear conmigo, como si el hecho de entregarme el resultado sobre una posible enfermedad le causara cierto morbo que yo sinceramente no lograba entender. Saliendo del lugar le cedí el paso a una señora que no se veía bien de salud, chocamos miradas, y noté que frenó un segundo para mirarme con cierta tristeza, y en ese momento tuve miedo por primera vez. 
Ya en la vereda, me quedé unos segundos petrificado en la puerta, me habían entregado los resultados, los tenía en la mano pero no los quería abrir. Para colmo, me los habían dado en un sobre plástico transparente, pero levantaba la mirada para ni siquiera ojearlos, en ese momento hacerme el ciego era la mejor prevención. Sin embargo, juro por mi vieja que apenas toqué el sobre supe que algo no andaba bien, no sé cómo explicarlo pero lo sentí, no me hizo falta leer nada, ni siquiera espiar atrás de esa transparencia plástica, fue como si la energía del sobre irradiara fiebre y mis manos se prendieran fuego. Aun así, me endurecí en la negación absoluta y decidí no abrirlo. 

Subí a mi bici y me fui, esquivo, queriendo convencerme que solo tuve una sensación equívoca, que todo estaba bien, que yo estaba bien. Anduve unas cuantas cuadras hasta que me armé de coraje y frené en un supermercado Chino, me compré una birra, cruce a una plaza en frente y la destapé. Quizás buscaba que el sol del atardecer, un espacio verde y una birra bien fría aplaquen cualquier sorpresa desconocida y me transmitan paz. Y así, con la justa prevención, pude abrir el sobre. El diagnóstico, como les adelanté, decía Linfoma de Hodgkin.

Luego de aquella primera ráfaga que fue mi reflexión musical, esa del  Indio Solari, atiné desesperadamente, como haría cualquiera, a buscar el término en Google. Pero justo en esos días había cambiado el celular y por alguna puta putísima razón del destino, en ese momento, no me funcionaba internet, como si mi teléfono me recomendara que no busque nada, que no cometa ese gravísimo error, -No busques pibe, si sabes que en la Web todo todo termina en muerte-. 

Pero insistí, insulté al aire y llamé a mi novia. -Flaca, Googleame esto- le dije. Tras unos segundos, el silencio fue fatal y el sollozo se comenzó a escuchar. -¿Qué pasa?- le pregunté, -lo que te sacaron es maligno mi amor- me respondió llorando. –No no, no puede ser, fíjate bien- le respondí. -Acá dice eso negro--no no, está mal mi amor, debe querer decir otra cosa…-, -¡Es un cáncer gordo!- me terminó interrumpiendo. Quería que reaccione, me dio un cachetazo telefónico y lo logró, pudo despertar a ese negador que siempre dice que todo está bien. Levanté la cabeza y me pareció ver todo en Blanco y Negro, como si el mundo me dijera que ya no era digno de ver colores.
En ese momento subí rapidísimo a la bicicleta,  intentaba evitar llorar a toda costa, siempre siempre fui el mismo idiota, como si llorar fuera un error, como si fuera una muestra de debilidad. Quizás por eso ahora toca preguntarme ¿cuánto cáncer tendré en el cuerpo por cada llanto que no quise largar?
Sin embargo, ese día mi cuerpo dijo No, me dijo basta de hacerte el pelotudo, y volví a casa, largando una lágrima por cada pedaleada.

De esto, ya paso casi un mes. El linfoma de Hodgkin es un cáncer en la sangre que se manifiesta a través de los ganglios linfáticos, en mi caso fue una inflamación en el cuello lo que alertó que algo no andaba bien.
Hoy, escribirlo es una manera de descargarme, me sirve para vomitarlo, para hablarle a mis seres queridos, y sobre todo para hablarme a mí.
Lloré y he puteado bastante, sin entender porque debo pasar por esto, porque me agarró a mí algo que siempre le pasa a los demás, esas cosas que me contaban del conocido de un conocido y que realmente lamentaba, pero que lamentaba con ese formalismo en el que nunca llegas a ponerte en el lugar del otro. Qué se yo, en algún momento el cuerpo suele pedir atención, la vejez acostumbra advertir que necesitas aceitar algún tornillo, ajustar tu dieta, dejar de fumar, dejar la sal o quizás te puede agarrar algo más grave. Pero en la juventud, uno se siente indestructible, considera que la salud es cosa de viejos o de gente que nació con fallas. Y hoy, con 30 años, el fallado soy yo. Soy prisionero de esa otredad, soy ese conocido del conocido y algún otro viejo del montón.
Por suerte, ya estoy más informado y veo que el termino Cáncer suena mucho más fuerte para un tercero que para el que lo está viviendo. Entiendo que cáncer no es sinónimo de muerte y de cabezas peladas, por eso agarro la palabra en todo momento e intento faltarle el respeto, incluso con humor, quitarle peso, hacerla mía y decirle “tu carga nefasta me chupa un huevo”.
Y pongo mi atención en disfrutar que no me duele nada, que no tengo síntomas, que me siento sano, por más que no lo esté, y más fuerte que nunca.
En poco comenzará la quimioterapia, y la nombro con todas las letras porque aún no me la presentaron y no entré en confianza como para tutearla y decirle simplemente “quimio”. Sé que muchas veces se sufre, pero la pienso pasar con la positividad que me caracteriza y que no tengo porque cambiar.
Hoy me toca aprender, aprender sobre la enfermedad, aprender a ser paciente, aprender a llorar, aprender a cuidarme, aprender a que los demás aprendan, quizás aprender a ver como se me cae el pelo, aprender a luchar y sobretodo aprender a curarme.

¿Creen que tengo miedo? Obvio, pero ese miedo que sirve de precaución, de acción y que demuestra el valor que le doy a la vida, entendiendo que, por más cliché que suene, hay que disfrutarla. Porque quiero seguir con mi banda de rock y poder grabar un disco, seguir cantando en el living mientras los gatos maúllan, seguir tomando birras y reírme con amigos, comer asados interminables con la familia, seguir escribiendo cuentos y poder editar un libro, seguir entrenando para llegar a correr una maratón, concretar con mi flaca ese viaje tan soñado y comernos el mundo, y seguir a su lado para formar una familia, tener hijos, abrazarlos fuerte y decirles “Acá está papá sano y fuerte para cuidarlos y verlos crecer”.
Les juro a mi familia y a mis amigos, que en un año vamos a estar celebrando por haber expulsado esta mierda, porque no hay lugar para caerse y no hay tiempo para claudicar.

UNA VISTA DE MIRADAS

Nos sentamos enfrentados y nos miramos. Nos miramos fuerte, era de esas miradas que parecen un abrazo o el deseo desesperado de uno. El bar estaba lleno y por alguna extraña razón nos destacabamos entre todas las mesas. La misma razón por la que la gente sin permiso ni disimulo nos comenzó a mirar. Miraban mientras nos mirábamos. Nos miraban y sus ojos caían sobre nuestros hombros pero no nos pesaba. Sin dejar de mirarme me preguntaste, por qué los demás nos miran. Porque desearían poder mirar así.